Avatar (2009)
Me encontraba por cuestiones de trabajo a finales del 2009 en Ecuador, brindando con una cerveza con mi amigo Jorge, el era un socio de negocio en aquel momento en el que conocíamos juntos no del todo la mitad del mundo, pues literalmente, la Ciudad y Monumento a la línea ecuatorial que divide al planeta en dos hemisferios, estaba construida en el lugar equivocado, en base a mediciones del siglo XVIII por parte una misión geodésica francesa, específicamente a 240 metros del lugar exacto que ya habían descubierto los indígenas gracias a su cosmogonía, supuestamente primitiva. Aunque existía esa falla igual ignoro la razón más allá del efecto placebo, de la mente y sus poderes de sugestión pero en la línea meridiana trazada para turistas (delgada y no como los 5 kilómetros que debería abarcar) se podía sentir una fuerza magnética que como cuerda de trapecista desafiaba tu equilibrio y podías “caer” en el norte o el sur.
En ese momento me encontraba rodeado de tantos cambios, cosas por hacer y proyectos por llevar a cabo, que mi mente y espíritu necesitaban una pausa para continuar, y es que muchas veces tantos estímulos llevan al actuar en automático disfrazado de instinto, como siguiendo un mecanismo, por miedo a la quietud, al instante callado, al dudar, al pensar, olvidando que del apuro muchas veces queda el retraso. Recién el año anterior a ese momento, había empezado a viajar al exterior, a salir de lo conocido, a descubrir lo que había en cada lugar y cultura más allá del estereotipo; una cosa era leer en un libro o en Internet, y otra lo vivido in situ, la misma diferencia que la experiencia entre un turista y un migrante, el día y la noche, la realidad vs la teoría.
En medio de mi vorágine mental y emocional, por estar al mismo tiempo empezando mi pequeña productora audiovisual y acompañando a mi esposa con su negocio independiente en un multinivel. Si, ciertamente también fui uno de esos con una chapa de Pierda peso, pregúntame como! y de los que leía Padre Rico y Padre Pobre y repetía “felizmente insatisfecho que si no se trabajaba en tus sueños trabajabas en los de alguien más; finge hasta lograrlo; los exitosos no hacen lo que les gusta sino lo que les conviene... Sin duda a mi yo de 27 años le faltaba mucho por aprender, sobre todo saber la respuesta a la pregunta de que es más importante estar en lo correcto o avanzar?. Solo existía algo en mi en real equilibrio en ese momento, el balance entre la tecnología, lo artificial y la naturaleza y lo palpable.
Luego de subir en el teleférico de Quito recorría el Rucu Pichincha y sonreía pensando en la pendiente con el mismo nombre que subía y bajaba semanalmente de camino a casa en Venezuela, también me alegraba porque ya tenía entradas para la función de Avatar, la última película de James Cameron desde el Titanic. Se trataba de una nueva apuesta al 3D en el cine, de la mano de un maestro, que transformaría ese formato en desuso casi excusa para cobrar más en las entradas a algo que valía la pena experimentar. En Maracaibo hasta ese momento los proyectores de los cines, no estaban actualizados, así que estar en Ecuador tenía un plus para mí yo cinéfilo.
A pesar de que James Cameron no está en mí Top, soy más de Quentin Tarantino, Christopher Nolan y Ridley Scott, era innegable la huella, el aporte y el legado del director de Terminator, así que nunca se apuesta contra Cameron, quien tiene 3 películas entre las 5 más taquilleras de la historia y una de ellas en primer lugar, así que siempre valdrá la pena, porque el entiende que el cine, es una experiencia en colectivo que debe mover tus sentidos y maravillar incluso cuando crees que los has visto todo. Me decía disfrutando la vista y respirando el aire de aquel lugar.
Llegó la noche de aquel día y fui junto a Angela, Jorge y su esposa al Centro Comercial principal de Quito, pasé justo enfrente de una tienda para zurdos y me sentí en un capítulo de los Simpson entrando al negocio de Ned Flander. Llegamos a la sala después de recibir nuestros lentes de 3D, muy diferentes a los anaglifos del tiempo de De la Muerte de Freddy de 1991, aquellos de cartón azules y rojos, que solo lograban una ilusión óptica de imágenes superpuestas y movimiento en lo estático. Estos traídos por James Cameron eran el ticket de entrada para una experiencia cinematográfica. La sensación de profundidad, de nitidez y definición que te hacían sentir como montado en una atracción de parque temático.
Intentaba sortear a mi mente de cinéfilo crítico y no pensar en que la historia era un calco de la película Danza con Lobos y también, eludía al mal humor que me causaba escuchar a la esposa de Jorge preguntar cada minúscula duda sin adecuar el volumen de su voz, casi respirando como lo hacía en el Rucu Pichincha horas atrás, cuando meditaba. Pero la realidad es que gracias a la sencillez de la trama pude durante las tres horas de duración de Avatar tal montaña rusa transitar por varias emociones, pensamientos y sensaciones. Después de normalizar el uso de los lentes y el efecto de las imágenes en 3D, me sumergí en ese nuevo mundo, Pandora.
Al igual que el Señor de los Anillos con su viaje a la Tierra Media o Star Wars a una Galaxia muy lejana, ese era el objetivo del director de Avatar, transportarnos a otro mundo porque ese es el para qué del cine más allá del cómo y el qué. Notaba además paralelismos y puntos comunes con otras obras de Cameron, el hombre desafiando sus límites y a la naturaleza en Titanic vs el iceberg, el instinto materno de proteger más allá del seguridad propia o egoísmo tanto de Ripley con la niña Newt como la Reina con sus huevos en Aliens; también el peligro en quién usa la tecnología como el fuego que quema o el auto que asesina en Terminator, sin olvidar en su secuela, en la cual puedes encontrar humanidad en las máquinas cuando un robot se vuelve una perfecta figura paterna.
Temas que como poesía se repetían y rimaban, en una historia en la que una raza de seres azules se conectan a lo primario, a la Madre Tierra, los elementos y vida salvaje, y donde impera la dualidad entre la naturaleza y la ciencia que hacía posible que un humano invalido que conoció Venezuela pudiera correr a través de su avatar azulado (cabe acotar que los Tepuyes de Canaima inspiraron a Cameron en la creación de Pandora).
Premisas que volvían a mi trece años después en otro país con otro idioma, pues me encontraba ahora en el 2022 en Brasil, solo en una sala de cine disfrutando de Avatar:Way of Water, en inglés con subtítulos en portugués que hasta ese momento no entendía del todo bien. Tanto yo había experimentado entre las dos películas de la saga de James Cameron, que pensé en eso que me encanta cuando hago maratones de películas de trilogías o ciclos de la filmografías de directores. Cada película es una cápsula que captura como un disco, el momento en que fue hecho y en el que se disfruta, tiempo que no siempre es el mismo. Algunas cosas perduran, otras se pierden o se olvidan y muchas mutan.
Una historia que me provocó un antojo de disfrutar del sonido de la playa, de darle cariño y recibir afecto de mi perrita Ahsoka y de inhalar y exhalar paz en el Pico do Urubu; y justo eso hice, sentado en esa cúspide observando la ciudad en la que vivo, tal cual lo que somos, miniaturas, y antes de silenciar los pensamientos y meditar, reflexione sobre observar las cosas, los entornos y a las personas a través del prisma del tiempo.
Las películas por ejemplo, no cambian, solo nosotros y nuestros contextos. Skynet y sus alcances en Terminator sonaba a futurista y ahora la inteligencia artificial es una herramienta práctica, cotidiano y de debate. La robótica es material de clases en muchas escuelas, la vida como una simulación de la Matrix, es la privacidad a cambio del reality individual de las redes sociales y la necesidad que se sigue expandiendo en el mundo "real" como en la película de James Cameron de tener un Avatar, un nuevo yo, una persona virtual para poder caminar en un mundo sin límites ya no es fantástico, como una novela de Julio Verne que es cada vez más ciencia y menos ficción.
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