I. Naturaleza
viva en hojas secas.
La luz del
alba no alcanzaba a Aarquell, un guerrero de mirada oscura, quien contemplaba
triste el filo gastado de su espada. Sus parpados sellados mostraban una suerte
de antifaz hecho a partir de sangre por batallas, sangre que no solo tintaba su
rostro inescrupuloso, sino que le recordaba el linaje de todos aquellos, que
sin ser cobardes, prefirieron el infierno antes de atreverse a enfrentársele;
sus dedos soltaron la empuñadura de su arma, y sus manos fueron acariciadas por
la brisa de un bosque de árboles altos, completamente solo cuando ni los
sonidos de pájaros le acompañaban, solo voces del pasado derramaban lágrimas
ásperas, suerte de ecos bajo el mismo verde techo de lo que fue para él otra
madrugada, recordando las palabras que escuchó hace muchas vueltas de reloj de
arena atrás:
- “Soy
casi el rey, en mi sangre no está perder, incluso equivocado la razón está de
mi lado…” decía el príncipe Licius Tercero, el vencedor de un breve encuentro
entre aliados.
Cabellos
rizados y dorados escondían la mirada azulada del joven príncipe, quien
observado por su maestro Melogk, había derrotado, como era de costumbre a su
mejor amigo durante su entrenamiento, un joven de ojos color cuervo llamado
Aarquell.
- “Ves
lo que te he dicho Heejios, nada más peligroso que solo gozar con la victoria
en tu paladar, cuando otro bocado tiene sabor a caos, lo desechas del resto, y
sigues mordiendo lo añejo, sin pensar jamás… que puede que ya esté arruinado el
pan” señaló Melogk, quien puso su mano en el chaleco deshilachado de Heejios,
el tercer muchacho, el aprendiz a consejero, un alumno siempre deseoso de ser
enseñado.
Cuando Aarquell
estaba arrodillado frente al príncipe Licius Tercero, con la punta de una
espada rozando su cara, vio en lontananza a una doncella que con un solo gesto,
un mínimo movimiento de su cuello como hecho en el cielo, le dio al vencido un
nuevo latido en su corazón, un ritmo de tambor con hastío a la decepción. Abrió
sus ojos encendidos sin odio ni prisa, solo el momento justo para tomar con sus
manos desnudas, el filo de la espada del príncipe a mitad de una estocada, la
quitó de su camino y se puso de pie sin decir una palabra, tantas preguntas en
la mente de su adversario, mientras lo espiaba cuando éste recuperaba su arma
incrustada en el tronco de un árbol anciano.
Choque
de acero y rostros fuera de contexto en sus recuerdos, cuando el pequeño
guerrero borró de sus facciones cualquier sentimiento, en contraste a los
labios apretados del Príncipe Licius Tercero (que sin haber caído se sentía
humillado). En el instante en el que Aarquell clavó contra el fango su espada y
le dio la espalda desarmado, en consecuencia a una batalla siniestra e interna
el príncipe fue al ataque como queriendo matarlo.
- “Ambos
llegaron a la lección de esta víspera de guerra” dijo el maestro Melogk,
mientras sujetaba con fuerza la mano de Licius Tercero, quien se resistía a
frenar el ataque cobarde. El príncipe iluso creía completar la trayectoria
funesta. “Les he hablado tanto del lago de hielo, lago de misterios: un lago rodeado por montañas con una pequeña
abertura al océano, sólido como piedra y adornado con un barco encallado, el
piso trasluce a victimas de pensamientos traicioneros; ya que quien camina
guardando secretos sobre el frio resplandor de una falsa luna llena atascada en
la tierra, cuando el sol se refleja en ese espejo de la naturaleza, es devorado
por un circulo de agua a menos que la mente no atesore nada que bien pueda ser
dicho en voz alta” reveló el maestro Melogk a sus tres discípulos.
El maestro
se alejó de su pupilo Heejios para caminar con sus parpados abajo, tomó del
suelo cuatro hojas secas y le entregó una a cada uno de sus alumnos. Los tres
veían incrédulos en la palma de sus manos aquellas hojas amarillentas y él les
dijo:
- “Deben
silenciar sus recuerdos, sus pensamientos, y más aún, sus sueños… sin memoria
ningún sentimiento tiene rastro del daño pasado, sin filosofías tontas la vida
misma se encarga de responder las preguntas por si solas, la naturaleza no da
pasos en falsos, ella no fantasea, solo es… aquí y ahora, un día a la vez, la
fortuna de un árbol y su sombra”, y mientras él hablaba, con cuidado se
acercaba alguien más: la joven doncella que había visto Aarquell a lo lejos, para
escuchar mejor la lección de Melogk, sin que una hojarasca la delatara.
Repentinamente,
el maestro rompió con sus dedos la hoja que guardaba para él sin romper el
silencio, incluso, cuando sus atónitos alumnos llegaron a imaginar el crujir,
ese sonido que dos de ellos sí llegaron a escuchar cuando hicieron lo mismo; a
diferencia de la última hoja seca, en la mano abierta de Heejios había rastros
de una pequeña porción de naturaleza muerta, pero sin ruidos que evidenciaran a
una mano apretada con fuerza, lo cual sorprendió a todos los presentes. Solo el
maestro y Heejios lograron romper una hoja seca sin que emitiera sonido alguno.
- “No
te jactes”, le dijo de forma despectativa Licius Tercero a Heejios. “Que nos
haya superado en esto, no se compara con todas las ocasiones que has mordido el
polvo contra cualquiera de nosotros” enfatizó mientras Aarquell permanecía sin
fijar posición, pues mantenía su mirada fija en la joven espía.
El maestro interrumpió
las palabras de Licius Tercero y aclaró:
“Si no fuera por una distracción, Aarquell habría hecho que solo tú
rompieras la paz de este lugar” dijo mientras hizo un cómplice guiño a la
muchacha que desde lejos los observaba, ruborizándose por completo. “No
subestimes a Heejios, quien por solo refugiarse en su sabiduría mas allá de su
corta estadía en esta existencia”, dijo Melogk con decepción al hijo del rey,
agregando: “Ni ofendas por gozar de la osadía de Aarquell, de decir algo
simplemente por que alguien prohibió que fuese pronunciado, y mucho menos,
destruyas por tener el poder de dar fin así sea a lo que tú mismo construyas,
los tres pueden ser como un triángulo hecho por la Madre Tierra: perfecto y con
el coraje de seguir a su corazón, el ímpetu de no claudicar contra la marea y
sobre todo, la conciencia, de saber sin lanzar una moneda cual es entre miles
de rutas, la correcta”.
Las palabras
de Melogk retumbaban en los oídos del príncipe Licius Tercero, casi causando un
llanto malcriado y frustrado, pero Aarquell se acercó a él y le susurró algo al
oído, cambiando su rostro: primero, se torno molestó, pero luego, poco a poco,
emuló la quietud de una estatua.
Mientras
tanto, entre ramas lejanas, la damisela intentaba torpemente mantener en vano
su anonimato y seguir escuchándolos, pero tuvo que conformarse con una imagen
inolvidable: el príncipe tomó de nuevo su espada y con los ojos abiertos, iba
cayendo bajo el hipnotismo de su silencio interno mientras asimilaba lo que
Aarquell le acababa de aconsejar, sin percatarse que su maestro, en señal de
respeto y aprobación, pedía prestada al unísono el arma de Aarquell, antes de
imitar su postura de ataque de Licius Tercero.
Y entonces, sucedió una embestida simultánea, que
los dejó detenidos en donde antes estaba el otro tras el choque de espadas. En dicho
encuentro, ambos pisaron una alfombra de hojas secas sin destruir una siquiera,
como si sus cuerpos pesaran nada gracias a que los dos tenían una blanca
mirada, libre del color azul, el príncipe dibujó una grata sonrisa en su cara.
- “Después
de todo usted tenía razón, maestro Melogk” gritó con emoción el príncipe mientras
se desvanecía asombrado por lo que acababa de suceder, y aseveró: “Obedecer no
es humillarse”, antes de arrodillarse. El maestro sintió orgullo al ver que su
alumno ya no era desafiante.
Un cuervo
sobrevolaba sobre ellos, albino, pero de ojos y pico negro; el maestro lo observaba
y de repente, un augurio rompió su concentración, y con un silbido le invitó al
ave sin ademanes de mal agüero a emprender el vuelo, pues el maestro ya había descifrado
el mensaje.
- “Suficiente
por hoy, es hora de volver al castillo, y a diferencia de ayer, hoy seremos
cinco” dijo Melogk interrumpiendo repentinamente la sesión, pero manteniendo la
calma. Como gesto de despedida, le entregó la hoja intacta al príncipe y le
pidió que finalmente se colocara de pie.
Seguidamente,
señaló a la damisela quien permanecía oculta en vano, y le pidió que se acercara
y se subiera al carruaje con ellos. La joven, estaba tan embelesada con la
situación, que se unió sin cuestionar la intención del maestro. Licius Tercero,
altivo por su título, se presentó ante ella primero que sus compañeros,
mientras que Aarquell con sus puños cerrados, tal cual auto flagelo, se limitó
a ver el suelo anhelando pacientemente la oportunidad de hablarle a la bella
muchacha llamada Vina.
Ya dentro
del carruaje, vía a las murallas de Worrim, el Reino de Piedra y Plata,
Aarquell contemplaba fijamente a Vina, quien aún no era una mujer, pues sus
manos solo habían tocado lentamente su propia piel, de labios vírgenes como
isla de blanca arena, esperaban los pasos del naufrago que veía en brisa
prófuga de palmeras, placer que valía su precio, una nueva vida sin ganas de
volver a la que conocía.
Los caballos
se detuvieron repentinamente y veían por las ventanas la silueta del conductor
acercarse a la puerta del carruaje, abrió el cerrojo y los cuatro jóvenes
vieron con terror las manos en movimiento de un cadáver, era un títere como muy
bien lo suponía Melogk, él no tenía que ver para saber la identidad del
titiritero.
- “Tienen
que protegerla, no me fallen, ninguno de los tres, recuerden muy bien que son el
triángulo perfecto, dudo mucho que Él haya venido solo, así que salgan de aquí,
no suelten sus espadas, busquen un lugar seguro, ya no son niños ni esas armas
de madera, no me fallen” dijo el maestro parco pero sin dejar de mostrar en su
voz un tono gallardo.
Sus cuerpos
transpiraban miedo, pero las palabras de Melogk aunadas al rostro de
desasosiego de Vina, los empujó a todos a seguir las órdenes con un control
simulado a la perfección, incluso cuando un muerto, les hacía una reverencia
invitándolos a abandonar aquel lugar donde ocurriría un duelo. Dicho arlequín
macabro era obra de Kazkan, un hombre de cabellos de plata, cuyas puntas eran
afiladas y duras como agujas de acero. Él era el titiritero y cada cabello, era
un hilo con vida propia que atravesaba la carne sin vida del chofer del
carruaje, haciéndolo bailar sin música más allá de sus sádicas carcajadas.
- “Sé
bien a lo que has venido, tanto, que ya he enviado un mensaje al reino
vaticinando este ataque, nuestro fiel cuervo albino debe estar en el trono
ahora mismo” confesó Melogk al asesino después que ver como este liberó de sus
ataduras a un muerto bajo sus dominios.
El maestro
se colocaba en guardia mientras hablaba; con su vista fijada a su cota de
malla, pues sujetadas a cada brazo había un par de cuchillas en forma de media
luna afiladas como guillotina, las unió y formaron una navaja circular, que
podía lanzar a cualquier distancia y siempre regresaría a sus manos luego de
matar.
- “Te
has convertido en tu peor discípulo, tus proverbios no podrán evitar que caigas
a merced de tus propios consejos” le refutaba Kazkan a Melogk, y con un ademán
de superioridad y desprecio, le dijo:“No vine a un suicida rescate, mi amo
puede por si solo liberarse de tu rey, vine a buscar mi asiento en primera
fila. Hoy es el día que lo van a ahorcar en frente de tu pueblo, tu soberbia es
mi mejor aliada, prepárate para ser ciego, sin vendas, parábolas o moralejas,
de verdad tendrás que afrontar la oscuridad”.
Lo inquietante era que las
palabras de Kazkan emitían sonido enmudecido que con dificultad se escuchaba,
como provocado por dedos que solo rozan las cuerdas de un instrumento para
maleficios.
Una ráfaga
de cabellos de plata iba a toda velocidad directo al maestro en una embestida
infecta de furia. Sin pedir ayuda, el maestro se mantenía impávido aguardando
el momento justo para contraatacar y en un segundo, sus cuchillas giratorias
partieron los hilos mortíferos por la mitad. Con la cuchilla de vuelta en sus
manos, Melogk separó su arma deleitándose de ver las agujas regadas alrededor
de él, completamente inmovilizadas y, en una suerte de danza de la muerte, sus
brazos alcanzaron al victimario dejándolo derrotado, sus dagas de media luna
cortaron la cabeza de Kazkan.
Sus alumnos
celebraron que él había triunfado, todos menos Heejios, quien al igual que el
maestro tenía el presentimiento que eso no era del todo cierto, pues las puntas
de los cabellos del asesino decapitado, despertaron y todas se clavaron en los
ojos de Melogk, en un duelo que siguió el curso trazado.
Estas agujas que perforaron su mirada
le provocaron un estado similar a la locura, mientras espasmos violentos atacaban sin piedad a su cuerpo y sus ojos se tornaban
vidriosos y se convertían en una suerte de espejos, tal cual dos esferas de
plata de las cuales brotaban lágrimas hirviendo, gotas saladas que tras
impactar con su armadura conllevaban a que ésta se evaporara, como si de su ser
brotara el fuego mismo del averno, vapor con olor a azufre que con su estela
pulverizaba hasta el último aro de su cota de malla.
(Primera parte del poema que inspiró está novela)
Con imágenes
de sangre muy adentro, clavadas en la mente del maestro, le hacían ver como
caras alegres lo que era en realidad desconcierto en aquellos que sufrían por su
dolor, ese que no se aplacó cuando la ayuda apareció: guerreros a caballos se acercaban
a socorrerlo y sostenían un sol en plena noche dibujado en un estandarte, el
mismo sol que estaba grabado en el anillo de un hombre con una mirada a media
asta gracias a una esperanza casi amputada, quien perdió a un amigo para ganar una
batalla, un padre, que los esperó paciente hasta su llegada al Castillo Aicost,
una fortaleza impenetrable de murallas colosales.
- “¡Qué
alivio hijo mío, por poco te pierdo”, dijo conmovido el Rey Licius Segundo a su
heredero, quien se sorprendía de aquella muestra de afecto! “Si no fuera
por el cuervo de tu maestro hubiese sido peor mi fracaso, los cuatro serían
victimas de pesadillas estando despiertos” agregó el Rey al oído de su hijo,
frente a una habitación cerrada de donde se escuchaban gritos de espanto de
fondo.
Intentando
hablar aún más fuerte que los espeluznantes lamentos, dijo sereno: “Guarden la
calma, que en las mazmorras ya existe alguien con quien cobrar venganza”. El
Rey no ofrecía consuelo, así que miró a su hijo y a quienes acostumbraban
acompañarle, y al notar a la damisela asustada, pidió al vigilante de aquella
habitación que la llevara junto a la reina, pues como es tradición: “ella sabrá,
mejor que yo, que hacer con ella”.
Aarquell y
Heejios se acercaron al príncipe luego de que el Rey bajara por unas escaleras,
que lo conducían a un prisionero dueño del suspenso dentro del reino. Los tres
veían como la doncella se alejaba hasta desaparecer entre los corredores,
iluminados por candelabros cuya tenue luz dejaba ver rastros de cera
petrificada. Lamentos en ecos se detuvieron, y lo que antes fueron ruidos de
clavos contra manos incrustadas en una cruz, ahora eran el imperio de la
quietud.
- “¿Por
qué no entramos a verlo?” sugirió Aarquell con la aprobación de Licius Tercero
y el recelo de Heejios. “Tenemos tiempo para que nadie se de cuenta, el guardia
de esta puerta debe estar aún con la reina”, insistió.
- “¡Ni se les ocurra
hacerlo!”, exclamó Heejios, quien es el más cauto entre los tres. “Ustedes no
se imaginan lo que ha de estar viendo nuestro maestro”.
Ambos lo
ignoraron por completo, mientras abrían sigilosamente la sala de curación, lo
cual motivó a Heejios. a marcar distancia del plan y desde el dolor de haber
sido ignorado, delatarlos sin pensar que los estaba traicionando, creyendo no
estar errado al estar, según él, haciéndoles un favor.
Por su
parte, la reina permanecía de pie en el balcón de una sala tapizada con mapas,
veía taciturnas escaramuzas de inocencia maquiavélica en la señorita Vina, quien
no podía evitar contemplar la delicada tela y las gemas que envestían a la
reina sin diadema adornando su cabeza, pues jugueteaba con la corona que
bailaba en su mano izquierda.
- “Poner
tus ojos curiosos en hombres con poder sobre otros, es peligroso… si crees que
compartirán el trono, solo porqué hablan de dos con un falso nosotros”
dijo inesperadamente y con frialdad la
Reina a Vina luego de invitarla a que viera desde donde
estaba ella, como preparaban la horca en las afueras.
Mientras
tanto, el príncipe y Aarquell bajaban más de un par de escaleras y,
repentinamente, el rechinar de la puerta interrumpió la intención de entrar a
tientas, cuando su maestro tras dos giros de moneda de caras gemelas, se le
añadieron arrugas a su anterior tez tersa envejeciéndolo drásticamente. Sus
labios secos hechos pedazos, besaban la penumbra sin reparo en ver quienes habían
llegado, ojos que, a pesar de verlo encadenado a la cama, sentían más asco que
lástima, sentir repulsión por quien en otrora inspiraba respeto los afectó en
aquel momento jamás etéreo.
- “¡Váyanse
engrendos… yo no merezco la ayuda de ustedes! Soy un forastero en el infierno y
mi pecado fue enseñar como matar. ¡Me creí un guerrero y estuve equivocado! ¡Déjenme
en paz!” suplicaba Melogk con los párpados apretados y resignado tras haber
sido derrotado por Kazkan.
Por
pretensiones de prestar auxilio a quien no la está pidiendo, sin ser la cura
para un enfermo, Melogk abrió sus ojos plateados y dejó de fingir estar postrado.
El maestro atacó a quienes fueron a ayudarlo, dejando que ellos pudieran verse
claramente reflejados en su mirada, como si parpadear significara la muerte, la
agonía que ellos sintieran y vieran como él los estrangulaba.
El
Rey Licius Segundo observaba un símbolo tatuado en la nuca de un hombre
siniestro, mientras éste era azotado, con rastros de carne en el látigo y
vistazos a huesos fracturados. Lo curioso es que la actitud del torturado nunca
fue de mártir, sino más bien emanaba una especie de gozo sádico con cada golpe,
como si incluso lo disfrutara. El Siniestro Prisionero, mostró a sus agresores
un dejo de abolengo en sus gestos, incluso envestido en ropas de pobre, lo cual
inquietaba al Rey, quien más bien esperaba escuchar una exclamación en busca
del perdón (estuviese o no arrepentido en realidad).
- “Mi
padre, quien me honró con su nombre, creyó haberte asesinado con su propia
espada, la misma que te atravesó cuando yo la empuñaba”, le dijo el rey a quien
también fue enemigo de su ancestro. “Una hoja de acero afilada por dos reyes,
¿cómo… cómo puedo? -se entrecortaba su voz- ¿Cómo puedo soñar con que mis
súbditos vuelvan a creerme? Si no es permitiéndoles a todos tener tinta en la
firma de tu muerte, hasta el último plebeyo podrá hasta con saliva flagelar tu
cuerpo, antes que te enfrentes con la horca, y después, sacando a punta a pies
a todos los senescales, tus hijos de distintas mujeres que igual violaste,
ellos que hacen tu voluntad en todas las tierras que conquistaste”.
Luego de lo dicho, el Rey Licius
Segundo escupió el rostro mal herido y sucio del Siniestro Prisionero, antes de
escuchar como irrumpía Heejios en los calabozos. En el interior de las
catacumbas del castillo, la escolta de la corona estaba a punto de apresar a
Heejios, quien con gritos interrumpió al Rey, delito purgado con la guillotina
según la ley, pero el mismísimo hijo de uno de los que la habían escrito, con
una señal le permitió libre entrada a quien pronunciaba intentos de palabras.
- “Su
majestad, creo que tendrá que hacer lugar para una cabeza adicional con ganas
de rodar” dijo el jefe del cortejo con un guiño compartido, mientras dejaba ir
al joven Heejios, después de bromear con sus compañeros.
- “Sé que debes querer
tener una tajada en nuestra represalia, pero eres aun un muchacho y mejor que
disfrutes el tiempo que te queda sin estar manchado” agregó el Rey libre de una
voz cruel mientras miraba fijamente a Heejios.
El monarca
alborotó el grueso y ensortijado cabello negro de Heejios, sin detenerse en su
desatino de no cuestionar, que lo que antes parecía un desesperado grito de
auxilio terminó siendo simple curiosidad. Ardor en la piel que se abría sin dagas
a la vista, formando una cicatriz en el cuello de Heejios, exacta a la figura
que antes distinguía al prisionero, y que ahora había desaparecido en él, su
mirada antes diáfana se iba oscureciendo como humo negro serpenteando en sus
ojos víctimas de un secuestro, pues el alma que estaba dentro del Siniestro Prisionero
se había metido en el cuerpo de Heejios de forma inadvertida para todos.
- “Vas
a morir… esta vez no podrás huir… llora como un chico que extraña la teta de su
madre, mientras ella busca monedas en los brazos de quien no es tu padre” le
dijo Heejios amenazante al hombre torturado, cuando sin sospechas el rey lo
invitó a que se retirara.
Heejios
subió las escaleras en espiral de regreso a donde la vida de sus dos amigos
pendía de un hilo, y sonreía con una sórdida mueca, al escuchar desde lejos el
llanto desesperado del prisionero que ya no lucía siniestro, plegarias de quien
antes se inmolaba a su suerte pues disfrutaba no temerle a la sangre que
hierve.
- “¡Maestro
se lo suplico, abra los ojos, somos sus discípulos y reaccione!” dijo Licius
Segundo en una última bocanada a Melogk, implorando por algo que Aarquell nunca
pidió.
Cuando
Heejios entró a la sala de curación sin intención de rescate en sus ademanes, lo
cual llamó poderosamente la atención de Melogk, pues reconoció que el cuerpo de
su discípulo tenía un nuevo dueño: el antes conocido como el Siniestro
Prisionero. Desesperado ante el pandemónium dentro de su mente, se arrancó los ojos
de espejo con sus propios dedos, los cuales cayeron al suelo y se
desembarazaron de los hilos que luego, dibujaron un efímero sol nocturno;
exactamente la misma figura que con luz no iluminaba la penumbra, fue la que
vieron Aarquell y Heejios al mismo tiempo que testigos de cómo huía el trastocado
Melogk, un aprendiz a asesino. René R.R