En el más alto de los riscos, se abrieron ojos en una piedra que miraba al infinito. Algo nació de la tierra. Lentamente, se delineaba la figura de un hombre en la textura de la roca; los fragmentos cayeron hacia donde solo el abismo pernocta.
Desprendido de los vestigios del risco, cayó en un rellano totalmente desnudo, sin comprender por qué todo era distinto, sin memoria del pasado ni certeza del futuro. Bajo un cielo rojizo, sus cabellos color arena escapaban del sol en medio de tinieblas.
El recién nacido se levantó de inmediato. Miró sus piernas, parpadeó y no lo podía creer. Corría por el piso resquebrajado, seco y agrietado, como un ser alado que aprende a volar.
Un hombre lo observaba desde la cúspide de una montaña. Su cabellera, avivada y brillante, eran hilos de plata; cada punta una aguja que atravesaba carne y acero, afilada y dueña de tormentos.
Hilos acecharon al hijo de la tierra, alcanzándolo con facilidad en su labor placentera. Su piel cedía y se desgarraba; la sangre goteaba y él no entendía lo que ocurría. Arrastrado por el suelo, sintió la aridez mientras ascendía, sin consuelo, hacia las manos de aquel que, con atributos de cazador, se deleitaba desde las alturas con su captura.
Otro hombre, también con hilos de plata, se acercó a mirar. El hombre de las rocas caía a sus pies. El más alto de ellos comenzó a gritar, y algunas cabezas cayeron. Muchos hombres estaban atados, casi semejantes a quienes aún no habían sido cercenados. El resto vio caer cabezas al precipicio eterno en busca de la muerte, y gritaban pidiendo su regreso, odiando su suerte.
—Si está vivo, ya sabes qué hacer —dijo el más alto de los altos.
—No puedo, señor… y no sé por qué —respondió el cazador, ahora asustado.
—¿Qué estás diciendo, soldado sublevado? —inquirió el enardecido.
—Señor, sin lengua ha nacido el desdichado; ya de nada sirve el cuchillo. Sin habla nació el llamado Iago —dijo, y aunque no tenía lengua, no fue enmudecido: simplemente las palabras no existían para él todavía.
Iago fue cubierto de cadenas oxidadas que lo sujetaban a una carreta sin caballos, que debía arrastrar hasta el castillo olvidado. Amnesia de quienes nacen de la tierra: el camino no residía en la memoria, pues allí las pesadillas cobraban fuerza.
El sendero estaba hecho de piedras incandescentes, que quemaban los pies con su ardor eterno, y latigazos de los implacables Kaskan —los sirvientes del Siniestro— lo acompañaban. Entre los gritos de Iago adolorido, transcurrió el viaje hasta el puente que los separaba del castillo de donde solo escapaba la muerte.
Bajo el puente, el agua estaba putrefacta, infectada de cadáveres y sabandijas. Iago apenas miraba las alimañas y las burbujas del agua hirviendo. Pestilente se tornó el ambiente, y los Kaskan tocaban las puertas; los goznes, cediendo ante los arietes, abrían con temor la fortaleza. La sangre de Lago derramada sobre el suelo alimentaba a los muertos; golpe a golpe retumbaba un estruendo, el sonido de un tambor que sellaba su encierro.
Las murallas se cerraron tras los viajeros, que no dejaron de torturar al prisionero. Él no se quejó ni un momento ni dejó de escuchar.
El Kaskan que estaba sentado en la entrada, con un libro en una mano y en la otra una pluma de petirrojo, se acercó a él. Anotando sin preguntarle, terminó de escribir:
—¡Llévenlo a las mazmorras con los demás! —gritó Kashas, pintor del arte de sufrir.
Y Iago, cavilando, ascendió las escaleras en espiral hacia los calabozos, cuyas paredes eran de espinas y cuyo aire era silencio. Cada reo sufría por su lengua arrancada, de labios cosidos y ojos que engañaban.
«¿Quién eres tú, sin rastros de los hilos?» —escribió en la arena quien ocupaba la celda. Lago, confinado, leyó las palabras en el suelo sin comprender ni una letra.
Pasaron las horas y no pudo contestar. Pasó a ser el prisionero envidiado: aquel que nadie pudo silenciar pero que, sin embargo, seguía callado.
Cuando el hambre al fin lo alcanzó, vio en la arena negra que pisaba su alimento, y tan fácil lo comió: polvo y excremento sirvieron de sustento.
Solo en su celda, nadie le ofrecía compañía. Escuchaba a los Kaskan y olía sus cenas, recostado contra las espinas. Sus atuendos eran rojos y sus cabellos, blancos. Cada uno portaba una llave amarilla colgando del cuello; desconocía qué abrían.
Había también llaves negras, que encerraban secretos. Iago las observaba sin claudicar, año tras año, obsesionado con un sosiego no tan lejano.
Noche tras noche, salió de su boca sin lengua el primer sonido. La lengua que nadie había cosido pronunció “pesadilla” al ver sangre negra.
Una noche, se acercó el Siniestro a Lago. Era un Kaskan de cabello corto y proceder galante, de piel delicada y manos largas, con ojos que delataban su poder.
—Así que tú eres el que nació sin lengua —le dijo con un tono de misterio—. No te preocupes; no será una barrera para que me digas tu secreto.
Colocó sobre la cabeza del condenado su mano izquierda, en la que llevaba un anillo: un aro que brillaba con el hallazgo del más cruel de los designios.
—Vístete con sus carnes como si fueran tuyas. Ya casi se hace tarde para que al fin huyas —dijo, antes de matar con una de sus agujas al prisionero testigo en la penumbra.
El hombre, sin entender aquella petición, fue rebanado; sus entrañas cayeron. Lago, escondido en pellejos, lucía como quien murió antes de escapar de la infernal empalizada.
Fuera de los muros del castillo, usó como guarida el agua putrefacta, donde la corriente que llevaba al vacío era el mejor aliado de quien aún respiraba. Nadando entre los muertos era un fugitivo, sin saber por qué ni entenderlo. Solo sabía que todavía estaba libre y vivo gracias a la clemencia de un carcelero.
La desembocadura lo llevó a un claro donde el agua ya no era opaca y más de un árbol escondía esperanzas. Un bosque apareció ante él como la cortina de un nuevo acto de una obra escrita sin papel, sin actores e incluso en blanco. Caminó por días, balbuceando e intentando hablar consigo mismo de lo sucedido, cosa que al final no fue en vano, pues mucho fue lo que se dijo:
—¿Qué designio me permitió lograrlo?
Nadie contestó a sus ansias: «¿Por qué estoy vivo? ¿Para qué he escapado?»
Las bestias comenzaban a acercarse: criaturas de horrible imagen sobrevolaban en círculos de muerte, sumergiéndolo en un trance del que apenas podía desembarazarse.
El entorno de la previa atrocidad era opuesto al de los animales que vivían en un bosque, un bosque que solo existía en los sueños de aquellos que podían dormir en paz de noche. Las flores separaban el prado del sol, y el agua que lo bordeaba reflejaba pureza; el mal, allí, no hallaba lugar.
Tantos años vagó Iago que su piel se aclaró, mas el mal dejó una cicatriz imborrable: una marca bajo su cuello, con la figura de una gota negra, sello de quien entra prisionero en la cruel fortaleza. Durmió en paz el día en que el sol brilló; las pesadillas no lo alcanzaron aquel día de amor, el día en que la doncella de la profecía conoció: la mujer más bella que hombre alguno hubiese besado.
Cuando las hojas cayeron y alfombraron el suelo, una mujer se acercó a Iago, incluso contra el miedo que la retenía. Se llamaba Vina, la hermosa dama, cuyo tacto acariciaba la brisa matinal; en ella el frío se abrigaba con una calidez imposible de confinar.
—Tu nombre revolotea en mi mente —dijo Iago—.
Ella respondió con suavidad:
—Siento mucho distraerle, señor, perdone mi atrevimiento.
Iago tomó a Vina de las manos, y en un dulce día la desposó. Incluso cuando eran dos extraños, el amor los alcanzó. En el bosque construyó su morada, sumergida entre arboledas infinitas; era una pequeña cabaña, de colores que se perdían más allá de la vista. Las flores brotaban tras cada caminata, soles eclipsados y lunas sobre ellos dos, y cada paso de Iago y Vina unía sus almas, sin soltarse jamás de las manos, sin decir adiós.
Al fin, la alianza se cristalizó; de su amor nació un hijo: Tentas. Dulce criatura de cabellos rubios como el oro, de mirada azul como el mar profundo que nadie encuentra; por la paz que emanaba de sus ojos, no existía inocencia en la fe ciega. Pero había algo más en aquella gema humana: su voz era el elixir de la vida, armonía en cada palabra, más allá de los barrotes de la melodía.
Una canción eterna surgía de sus labios, y sus padres nunca dejaban de escucharla. El don de su canto era preciado, la maldad lo codiciaba. Cuando Iago salió en busca de leña, el frío acrecentado hacía inútil la chimenea. La nieve alfombraba el camino y cegaba sus ojos con cada ventisca, y caminaba ignorando su destino, el mismo que había permitido su huida.
Regresó a la cabaña, solo para encontrar la nieve derretida; la causa la supo al entrar: eran las lágrimas de Vina. Su hogar estaba inundado por agua salada, derramada por una tristeza que no hallaba rostro, pues ni la causa ni el rostro podían encontrarse: ambos habían sido secuestrados.
Vina y Tentas habían luchado, pero Iago no intentó buscarlos; al contrario, huyó del triste escenario, nunca regresó ni recogió las lágrimas que habían congelado la esperanza.