viernes, 7 de septiembre de 2018

Los hijos perdidos

“Los hijos perdidos”

A toda velocidad, sentada dentro de un carro de supermercado, una niña de cabellos rizados, llamada Ana, abría los brazos con los ojos cerrados, mientras su mamá conducía, entre pausas, cada vez que encontraba en los anaqueles algunos de los pendientes anotados en su lista, tantas marcas para un mismo producto, el Valhalla capitalista.

“Hoy no Anita, ya tienes en casa demasiadas chucherías”, sentenció la mamá.


                                                           Fotografía de Ernesto Pérez                                                                                           








Ana tenía la intención de abrir sus ojos, manipuladores como el del Gato con botas, para ver a su madre sin rostro y lograr persuadirla para que le comprará más galletas reinitas, con cremita de fresa, de esas que abres y lames dejando solo las galletas con saliva. Pero tan solo se topó con el fracaso… y la realidad, pues Ana estaba soñando, y despertó ahora un poco mayor, en su nueva cama, esa que compartía con su abuela Emma, pues su mamá tenía par de meses que había abandonado Venezuela.

Con un mal sabor de boca, se levantó y su abuela reconoció en su mirada la misma "pesadilla" recurrente: imaginarse haciendo algo tranquila como en los tiempos de antes, con toda su familia unida, sin la angustia que ahora permea todas las rutinas.

“Mija, quite esa cara, venga que le hice una arepita frita, con quesito rallado, me quedó mi amor con te quiero, con el huequito en el medio como le gusta”, dijo a modo de consuelo.

Con un beso en la mejilla, Ana se sentó en la mesa de dos puestos, a probar su desayuno, sabía que no había chocolates en la alacena, pero se sentía feliz por tener con vida a su abuela, quien arrastraba los pies, repetía las cosas y gritaba incluso estando cerca, acostumbrada a hablar con sus amigos jubilados y pensionados, que decían todo a todo volumen en la cola del banco, pero era su abuela, la única quien la escuchaba sin fingir atención, con un pan dulce y café con leche en mano, haciendo hincapié siempre que era esto era “una merienda de ricos”, que no debían quejarse, pues muchos estaban peor, pero que “gracias a Dios” ellas tenían a la mamá de Ana, enviándoles dólares desde Texas.
 Fotografía de Laurio Di Luzio


·         “Por cierto Anita, tu mami escribió que te ama y te extraña mucho”.
·         “¿Ah sí? Qué bueno… siempre escribe lo mismo”, respondió Ana a su abuela con la misma apatía con la que contemplaba su arepa.  
·         “Ana no seas cruel, cuando tengas hijos sabrás lo que duele, lo que le parte el alma a una madre que tiene que estar lejos, apenas poder saludar en la distancia”.
·         “Si, si, ya sé, pero me cansé de hablar todas las noches con ella como una boba llorando y contando  en reversa los días para que regrese”.
·         “No llores con ella Anita, disimula mija… sino ella se estresa más allá".
·         “Abue, dejemos de hablar de ella, por fa. Aquí ella es el único tema”, pronunció la muchacha.
·         “Mija... ¿y las clases?”, refutó la abuela. 
·         “Abue... ¿ya se te olvidó otra vez? Tenemos clases 3 veces por semana. Los pocos profesores que aún quedan en el país, no tienen efectivo pa’ los carritos. Hoy voy a aprovechar y voy a verme con Carlos y Juan”.
·         “Cierto, cierto… -suspiró- bueno, vaya, pero se me cuida y regresa para la hora de almuerzo, no se confíe, comase su comida de una vez que si se va la luz no hay microondas y no voy a ensuciar sartenes pa’ recalentar en la hornilla, que bastante caro que están los camiones cisternas cuando se consiguen”.


Finalizado el desayuno, Ana se va caminando con prisa al encuentro con sus amiguitos de siempre, Carlos y Juan. Esta vez, ella nota a la gente más gris que nunca, deambulando, taciturnos, como zombies o esclavos sin cadenas, andando en la calle; mientras unos van a pie hacia sus sitios de trabajos, otros permanecen congelados en filas infinitas esperando algún ensayo de autobús con sus viandas desgastadas y sujetadas sin muchas ganas.

Cuando era más pequeña, Ana solía espiar en los garajes de las casas para ver si retaba a algún perro bravo o alguna gata zalamera, pero ahora se topaba con casas vacías con uno que otro carro sucio y cauchos desinflados. Esta vez el camino a encontrarse con Carlos y Juan se hacía más aburrido de lo habitual, así que aceleró el paso para llegar a su destino.

“Volviste a soñar con este sitio, y como me lo describes, es igualito a como nos contaron que era -suspira-. Creo que debemos cambiar de lugar para encontrarnos, es raro que siempre sueñes eso”, le aconsejaba Carlos, su amigo de 14 años, que siempre tenía cara de recién levantado, mientras caminaba junto a ella en un supermercado abandonado que ahora era lo más parecido a un parque de diversiones, con pasillos largos y estantes inmensos, ideal para cualquier invento, pero no para simular que estaban comprando con normalidad, eso hicieron al principio cuando encontraron ese sitio, pero más le hacía daño que divertirlos.

-“¿Nos contaron?”, refutó Ana. “No, Carlos, no nos contaron… ¿O será que tú ya no te acuerdas? No somos niños, ni tan viejos, yo si llegué a vivir algo de eso”.

Carlos suspiró, y con la mirada perdida, le dió la razón a Ana.

“¡AJÁ!”, gritó Juan, el otro amigo quien Ana y Carlos esperaban. A él le encanta aparecer sigiloso y sorprenderlos. Según Carlos, es un ‘paranoico’ que quería descubrirlos hablando mal de él o para enterarse de algún ‘brollo’. Pero para Ana, Juan llegaba siempre tarde para darle chance a Carlos de que se le declarara. Cosa que nunca ocurriría, según Carlos le confesó a Juan, pues sí no tenía plata para novias, ¿qué le podía ofrecer a una muchacha tan bella como Ana? Ella amaba los chocolates, y él, quien veía como un lujo tomarse un Toddy bien cargado, muchas veces se dormía con el “estómago pega’o” del hambre porque en su casa no había nada para cenar. Así que lo más sensato y práctico era ser amigos, máximo, ser amigos con derecho, pero sabía que Ana no quería eso.


“Menos mal soñaste que estabas con tu mamá, pudo ser peor, de pana aquí siempre puede serlo. Yo por ejemplo, anoche soñé que tenía luz, y en el sueño veía a youtubers con desespero. Con miedo a un bajón y se cayera el Wi-Fi o se me dañara la compu… porque ahí si es verdad que me suicido. Cero distracción. Qué ladilla eso, como la fiesta de fin de año del colegio, que la ‘machetearon’ por la luz o la Navidad que pasamos sudando y con velas. Mi hermana no pudo estrenar sus patines porque no se veía nada, jajajaja, ¿te imaginas? se caía la muy boba y ¡pacatá, un yeso! ay no, qué estrés”.


Las historias de Juan eran distintas a las de Ana, pues ella sola con su abuela no vivía tanto drama, al contrario de él, que vive con su hermana, sus padres y su abuelo cascarrabias. Un señor mayor muy enfermo que odia a la dictadura, y que pide en voz alta todas las noches a su difunta amada que se lo lleve. Hay oraciones que dan miedo. Juan desea secretamente que sus padres se divorcien de una buena vez por todas, pues ellos peleaban a diario por no poder ponerse de acuerdo si irse o quedarse en el país. Su papá es básicamente un ‘marañero’, su lema es: "ser asalariado en este país, es de pendejos, prácticamente tú gastas para ir al trabajo. Vender cualquier cosa es más rentable: comida, trámites, una carrerita o simplemente poner un estado de WhatsApp vendiendo par de ‘lechugas’ de alguien más, es preferible a una miseria de quincena".

La mamá de Juan quiere irse a Colombia o a ‘Chilezuela’, pero su marido es “una vaina seria” pues se queja a diario de la situación pero a la vez, parece adicto a la ‘creatividad’ que impone la crisis: siempre pensando cómo hacer dinero sin trabajar, sin mucho esfuerzo, comprar algo barato y venderlo después caro cuando ya fuese escaso. Ella peleaba mucho por eso, porque sentía que con esa actitud de él y de muchos, empeoraba el país. Él le decía -con risa burlona siempre- que no es así, que el daño ya estaba hecho y uno solo sobrevivía a la jungla de concreto... Pero en medio de esa jungla particular de ambos, estaba Juan, quien no tenía como Ana una abuela cómplice, solo a su hermana pequeña, así que le tocaba ser fuerte, fingir que nada le afectaba y jugar con ella, tragándose las lágrimas.


“¡Plin!”. Suena de fondo, es el sonido del celular de Juan que recibió un mensaje en WhatsApp en plena reunión con sus amigos. Lee en voz alta: “La ‘Barbie’ respondió en la foto que subí contigo Ana, está diciendo que nos lleguemos a su casa, a ver series en Netflix o si tal, nos metamos en la piscina”.

La tentadora invitación no combinaba con la mirada de cierto resentimiento que tenía Carlos tras escuchar el nombre ‘Barbie’. Así le decían a una ‘carajita’ que él odiaba por consentida, una hija de un ‘enchufado’, que llegó a estudiar con ellos, antes de cambiarse a un colegio de ‘gente conectada, gente eléctrica’ como les decía Ana. La ‘Barbie’ es una adolescente que vivía sola o con el servicio, sus padres nunca estaban en casa, siempre estaban ‘ocupados’ viajando, en el gimnasio, en un restaurante degustando platos gourmet o comiendo grandes tortas con macchiato, su vida eran fotografías, posts de Instagram, los típicos ‘bendecidos y escarchados’.

·         “Ella me cae mal, es un fastidio, es muy gafa”, confesó Ana con el mismo desdén que tuvo durante el desayuno.
·         “¿Pero quién queda de nuestros panas? Los que no se han ido ya están por irse... uno debe juntarse con los que están, no hay de otra”, aseguraba Juan con una mezcla de cinismo y resignación sin dejar del todo un tono casi infantil en su voz.
·         “Yo no trago a esa carajita. La detesto con todas mis fuerzas. Ustedes saben que mi hermano está preso por las guarimbas. Él fue un duro con su escudo de cartón, mi héroe de franela. Yo no piso casa de enchufado”, sentenció Carlos.
·         “Hermano… no es pa’ menos, pero yo te dije lo que me dijo mi papá sobre tu hermano y no te vas a molestar como la otra vez. Es una pérdida de tiempo luchar aquí. Los políticos ‘opos y rojos’ se caen a whisky, mientras los demás pelean entre sí y beben anís, son las dos cabezas de una misma culebra. Las protestas y el otro tema... ¿cómo es que le dice?”
·         “‘Opio electoral’, ‘el simulacro’, ‘la farsa anual’, si, ya sé Juan, me lo has dicho mil veces, que si el lado correcto de la historia o el ‘perfecto’ tiempo de Dios, bailar salsa, ponerse la gafa gorra tricolor o tocar cacerolas. Si la oposición  se fusionaran como Goku y Vegetta, serían ‘CapriBobo o MariCoco’. Es una bobera, si ya sé, tú mínimo me sacas los títeres una vez al mes. No te la des de adulto, de grande, tú solo repites como loro lo que dice el padre tuyo, que por cierto bastante paja que hablaba antes, de ser ‘cuatriboleado’, cuando se llenaba la ‘jeta’ pidiendo que le dieran un fusil... y ni una piedrita, ni papel con una liga, le tiró a un guardia, así le este cayendo a lacrimógena a la familia, puro bla bla y más nada. Tu papá es como el gobierno, un bachaquero, un ¿cuanto hay pa' eso?”.

 Fotografía de Laurio Di Luzio

Carlos y Juan se miraron con rabia, como dos chamos en el colegio durante el recreo rodeados por niños coreando "¡dale!, ¡dale!, ¡dale!". Ambos con los puños cerrados esperando a ver quien iba a pegar primero. Ana los miró antes de cerrar los ojos, quería teletransportarse de allí, y se refugió en un recuerdo. Los tres en el cine con el hermano mayor de Carlos, quien ahora estaba preso, de seguro torturado, pero que en ese momento, les compraba un combo de cotufas para entrar a ver una película de Marvel, sin interrupciones por cortes de luz y  con el aire acondicionado frío, delicioso, todo un oasis, un espejismo en aquel infierno.

“¡BASTA MUCHACHOS!”, gritó Ana. “Estamos como los viejos... Si siguen así y se pegan  una sola vez o se vuelven a hablar feo, olvídense que existo, prefiero escuchar las mismas historias de mi abuela, por lo menos las de ella, son divertidas, de su pueblo, de Mitare, de cochinos, y jugar con tierra. Y sobre lo de ir a que la ‘Barbie’,  no me da nota. Anda tú Juan, esa piscina es rica, pero esa chama es una ladilla. Así tenga un Play 8 yo no me anoto. Mis papás están re flacos, casi que todo lo que hacen lo envían, mientras los de ella, gastan la plata que no se han ganado. Mi abuela los tenía en Facebook y la bloquearon por qué ella se descargó en una de las tantas publicaciones que ponen ellos criticando a ‘Mabruto’... son ‘deprava’o’ de descarados. Los cara ‘e tabla esos. Ella les escribió que mientras ellos tenían planta eléctrica, ella se acostaba todas las noches pidiéndole a Dios frente a una vela que el corte durará solo cuatro horas y no el día entero”.

El silencio vino luego. Juan tan solo bajó la cabeza, abrió los puños y sin decir nada, se fue del supermercado. Carlos y Ana suponían que más pudo la ilusión de Juan de ser el novio de la ‘fulana heredera’ que la amistad de ellos, así que, sin más, los dos se miraron y después de un minuto en silencio, como un luto a esa muerte de crecer antes de tiempo, se dieron un abrazo y Carlos con los ojos invitó a Ana a que se montará en el único carrito de supermercado sin ruedas rotas o trancadas. La impulsó a toda velocidad y ella, sentada con los ojos cerrados, se iba imaginando escuchar sonidos casi olvidados: ‘cuchicheo’ de compradores despreocupados, cajas registradoras abriendo y cerrando, recibiendo y entregando efectivo, sin tantas colas, sin tantas tristezas, costumbres sencillas por ahora olvidadas por Ana y Carlos, algunos sonidos ellos nunca los habían escuchado, solo los imaginaban según se los habían contado.

“Me voy del país. Me gustas mucho, pero me tengo que ir. Mi familia teme que siga los pasos de mi hermano y termine preso, que me violen o algo peor, me desaparezcan”, suelta Carlos repentinamente y Ana se queda en shock, sin poder pronunciar palabra alguna. Carlos se desahoga sin parar: “Un primo me dice que preferiría saber que mi hermano está muerto, que esto de no saber nada. La zozobra mata, así dice, y yo ahora le creo. Si quieres podemos seguir hablando por Skype, cuando al fin tenga un celular decente. Tú eventualmente te irás también, igual lo hará Juan, en parte lo entiendo, es desesperante vivir en su casa, a que la ‘Barbie’ tiene su burbuja, todos quieren una, la mía llegará algún día, pero para tener la de él prefiero que la exploten de una”.

“Creo que fingiré demencia Carlos y me alejaré lentamente”, dijo Ana, mientras le sonreía con cierta inocencia y le hacía un guiño con sus ojos caídos.

Carlos seguía conmovido porque, al hablarlo con Ana, su ida del país era un hecho, pues “decirlo lo hizo real”, como diría su hermano. Un secreto que al dejar de serlo lo sacudía profundamente. Ana, igualmente conmovida, reflexionó a través del recuerdo: “Ahora que lo pienso, los papás de Antonio venían del futuro”, dijo.

“Sí, qué envidia, Tony no vivió nuestra versión 4D de Mad Max y Walking Dead. El se ‘quería ir demasiado’ y vaya que se fue... se tomó su selfie creativo, en el piso de colores del aeropuerto, antes que fuese el cliché visual de las redes”, respondió Carlos, y con cierta rabia, empujó uno de los estantes del abandonado supermercado hasta tumbarlo, tal efecto dominó, todos cayendo, cacofonía de estruendos, retumbando tanto como en ellos esa conversación. 

“Cada vez que me quejo de que no hay agua, luz, internet, señal, que no hay nada que hacer, que la comida me sabe igual, que todo está caro y que hasta los ladrones están emigrando, mi abuela me dice siempre: “si tú vida fuese una baraja y yo la pudiera meter en un mazo de cartas y sacar otra, ¿lo harías?", pues la carta podría ser cualquier otra vida, mejor o peor a la mía, pero nunca igual, insiste y me pregunta, barajeando sus cartas, "¿lo harías?". Siempre digo que no, no lo haría,  pero ya que te vas le contestaría: depende del mazo, si son cartas con vidas fuera de aquí, metela y dame otra”.

Spoiler alert: cualquier opción es mejor. Esto superó a mi imaginación. Los sifrinos fueron brujos. Se iban por no poderse comprar el último Iphone, y ahora muchos, por no tener con qué pagar un paquete de arroz”, dijo Carlos. 

Carlos permanecía en el supermercado abandonado, testigo de una despedida sin un beso de película. Ana caminó de regreso a casa sobre billetes de juguete, billetes tirados al asfalto por los mendigos, limosnas rechazadas, sumas que no compran nada, por otro cambio en el cono monetario, menos ceros en la cuenta de su abuela, más ceros en los gastos. Pasos sobre dinero sin valor, dinero hecho anticuado muy rápido, y esa era la sensación para Ana de vivir en su país: muchos cambios, años que pasaban sin notarlos, pero en contraste los días se hacían lentos, como los de presos, luchando por no acostumbrarse al encierro. La victoria de los náufragos es mantenerse cuerdos en espera de un nuevo barco.


Ana caminaba en la ciudad de los contrastes, de hospitales sin medicinas y cafés lujosos repletos de gente que tenía como pagar pero no cómo dar propina, iglesias con sermones sobre la última noticia viral en Twitter, ciudad que se ilumina con la explosión en cadena de postes de luz, videos de secuencias que emulan una guerra que nunca se dio. Oscuridad, silencio, en la hora de los adioses, los días del arrepentimiento, los años de los reproches y una vida con hambre al propósito y los sueños. Ella era otra hija perdida en el abismo del comunismo. No era simplemente una niña, adolescente o mujer, era un ser con ganas de estar bien.

- “Bendición, abuela”.
- “Dios te bendiga mija, ¿cómo te fue?”
- “...Bien, como siempre”
- “Como debe ser”.

Ambas se sentaron en la mesa cenar, ninguna desmintió a la otra, mordieron cada bocado, sonrieron y no hablaron más hasta el otro día o hasta una nueva lucha... ‘un día a la vez’ en su criollo cóctel no apto para cardíacos o propensos a enloquecer. 

FIN

                                                                       René Rodríguez Roque










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